Ica

El ambiente de un campamento en Ica cambia a medida que cae la noche y cubre todas y cada una de las imperfecciones. Y luego está el placer de ver un fuego ardiente y saltando, los pies estirados hacia él, cerveza fría en mis manos, la oscuridad presionando a su alrededor. Puedo decir que mi hija está allá afuera, bailando un ballet lento, por el extremo de su palo mientras gira y dibuja sobre un lienzo negro. Cuando las llamas vacilan, la noche se suaviza y se vuelve menos densa, y puedo ver su contorno. Finalmente, solo quedan brasas, retorciéndose como gusanos con corazones palpitantes, y es hora de tostar malvaviscos. Es hora de sentirse como un niño otra vez. Mientras tanto, hablamos soñadoramente sobre el fuego, por qué nuestros antepasados ​​lo veneraron, por qué nos atrae irresistiblemente, cómo puede dar tanto y, sin embargo, exigir tanto respeto. Hablamos de la atención plena, de escuchar con los oídos en los tallos y sentir con los pelos de punta y ver con los ojos bien abiertos. Hablamos de animales incomprendidos (arañas, serpientes y buitres), agujeros negros y las debilidades de los abuelos.  Cuando acampamos en lugares salvajes y solitarios, nuestras conversaciones son como tentáculos que se abren camino sobre el suelo, por medio de los árboles y hacia las estrellas.